El suri amazónico es una de las criaturas más inquietantes que he visto en mi vida. Básicamente es una larva, un gusano rollizo y rugoso de entre cinco y siete centímetros de largo, de color crema, y rematado por una suerte de cabeza rígida de tonalidad caoba, coronada por unas mandíbulas cónicas. Desde mi punto de vista, lo que lo torna asombroso es la contracción muscu­lar ondulatoria y rítmica que emplea para desplazarse. Es hipnótico observar, pero sobre todo sentir en la palma de la mano, los movimientos peristálticos, la forma en que se encoge y dilata, de atrás hacia delante, provocando la onda interna que lo hace avanzar. Es como si una maquinaria de tecnología futurista interviniese dentro de una cobertura cilíndrica de goma del tamaño de un dedo pulgar. La primera vez que uno lo ve aturde no saber nada de él: ni de dónde se extrae, o qué tipo de insecto origina, o si es tóxico, o si son peligrosas las tenazas que muestra. Por supuesto, aturde más si cabe ignorar si se consume o no, y en tal caso, si necesita un tratamiento especial para hacerse digerible. La inexperiencia es tan absoluta que muestra la vulnerabilidad que nos acompaña y la modestia con la que deberíamos movernos.